Samstag, 17. Juli 2010

Recuerdos de Santa Fe de Bogotá

para mi amiga rola Dra. Constanza Moreno, hermosas animaciones de la historia de Bogotá

http://www.estudiobis.net/centenario/

Donnerstag, 4. März 2010

NARRACIONES COLOMBIANAS
Enrique Moren

MUERTE EN EL PÁRAMO DE CHINGAZA


Desperté al aire limpio y perfumado de Fómeque. Al silencio entreverado con silbidos de pájaros desconocidos que llamaban desde allá y acullá.

En la casona del hotel se iniciaron leves deslizamientos, aperturas de puertas inconclusas, alguna voz enronquecida por los muros.

En el comedor una madura mujer de sonrientes ojos me atendió con leche, arepas, mermeladas y café del territorio que me supo a maravillas. Advirtió de inmediato mi acento extraño y cambiamos una breve plática sobre mi origen sureño y las complicadas sinrazones que me ubicaban en ese apartado punto.

Y despidiéndome ascendí en medio del alba por la falda sur de la Cuchilla de Hoya Negra, manteniendo siempre a mi izquierda la montaña enhiesta y emboscada, y al otro costado , en la sima del barranco, el río Chingaza cuyo rumor cantaba canciones de juncos y frescas rocas bañadas en la húmeda luz del astro naciente.

Abandoné Bogotá desde mi cómodo apartamento alfombrado en la Carrera 30, las visitas al Instituto Agustín Codazzi, el fútbol en el Campins, las noches de cumbia y vallenatos , aquellas bellísimas mujeres , para tomar la ruta del Monserrat adentro , mientras esperaba la validación de mi título de médico extranjero.

¡ Y esos montes selváticos y despiadados me enviaban mensajes que era incapaz de descifrar , venían en la noche del cielo como ocultas bandadas o lejanas dianas apenas audibles que encontraban mis ojos abiertos al claror de la vastedad !

Llovía a ratos y cuando ví alejarse Fómeque ya solo tenía por delante 35 kilómetros de un camino de tierra que serpenteaba lento hacia lo alto. Un recorrido solitario, hay que decirlo. En toda la jornada crucé con tres campesinos que me saludaron con cautelosa curiosidad. Una que otra casita aislada se observaba cerca del río y después de mediodía ya era el único ser humano en la travesía.

Llevaba un machete envainado al cinto, que compré en San Agustín de los Altos, una picota de geólogo, pantalón y casaca de mezclilla, un anorak, mi
ruana. Estaba cómodo, era joven y fuerte,  estoico, no conocía el miedo.

Así pasaron las horas de ese día. Bebía de cristalinas vertientes , comía cuando tenía hambre, y todo el tiempo , como incansable maquinaria , sonaba monótono el cascajo y la tierra bajo mis botas. 

Cruzaban pájaros amarillos o grises de moño rojo por la atmósfera entibiada, serpientes dormitaban en las peñas al sol, ranitas y saltamontes saltaban a mi paso, grillos invisibles iban avisando mi avance montaraz y conejos de súbito preocupados huían a saltos entre la maleza.

En alejados montes caían cortinas de agua violácea.


Avanzó el sombreaje con las horas de la tarde.   Refrescóse el ámbito del panorama inmenso.  Llegó un aguacero tardío que escondió la caída del sol y la noche pareció emanar sin pausa desde cada rincón del universo.

Recordé otro atardecer en mi ciudad natal de Antofagasta.  Tenía 12 años y me atrevía a nadar por fuera de las rompientes.  Hasta que un día una ola más grande que las conocidas me hundió y me arrojó sobre el roquerío.  Rodé por las piedras, tragué agua muy desabrida, y en las locas vueltas de la turbulencia logré aferrarme a una arista resistiendo la feroz resaca, pero mi pantalón de baño se fué con el oleaje.   Quedé pues desnudo, yo , quien era el más tímido y pudoroso de mis amigos, sumergido a medias, con los pies sobre rocas musgosas, atento a cada nuevo golpe del mar, sin saber qué hacer, mientras el sol bajaba minuto a minuto y los últimos bañistas se demoraban en desaparecer.  ¿Por qué la gente alarga tanto las conversaciones?     

Y de pronto ahí estaba el final del camino bloqueado por un portón y más allá la masa oscura de la vegetación que un viento cortante hacía ondular.  Ahora, la lluvía caía rápida, sin descanso, traspasaba el sombrero de lona y chispeaba sobre mis lentes.   No veía más camino.  Debe existir una trocha, pensé.   Y al poco estaba perdido en la masa negra y arremolinada.  Me deslizaba sobre una pendiente barrosa e insegura.   
En algún lugar de esa borrasca tenía que estar la laguna de Chingaza.   Y arrastrándome en ese barrial de plantas filosas que me desollaban las manos, me escurría hacia abajo, golpeándome la cara con ramajes invisibles y recogiendo mis anteojos del bofedal para lavarlos al agua de la lluvia, bajando ya sin destino, aterido, empapado, en solo minutos mi difícil andar se había convertido en pesadilla.   ¡ Perdido !   ¡ Perdido en el páramo !  Y la lluvia caía espesa sobre mi empequeñecida figura que se movía lentamente sin rumbo , cayendo y levantándose por la falda del monte.


Ahora, me es imposible calcular cuánto tiempo pasé errando por el bosque pútrido y desgajado,  hasta que escuché un ruido de raudal allá adelante y a la izquierda, como una ríada que se perfilaba en la ventolera.   ¿Era acaso una ilusión de mis sentidos o de la falta de ellos?   Y el sonido del agua se acercó y fué quedando atrás.  Caí en un barranco hundiéndome en el barro hasta más arriba de las botas.  Más allá tropecé en un tronco  y me desplomé de rodillas sobre una roca.   Mientras se iba el dolor lacerante de mis heridas, mi mente se puso en alerta máxima, mis músculos estaban de nuevo prestos a la acción: un ínfimo destello plateado había fulgurado a unos 10 metros; bajé con decisión hacia allá, y escuché un rumor de oleaje, rayos lunares que lograban atravesar las nubes rielaban sobre pequeñas ondas: había encontrado Chingaza.   Los punteros fosforescentes indicaban la 1:10 am.  Así pues empecé a seguir ese rumbo manteniéndome a cierta distancia de los puntos de luz ; la atmósfera se tornaba más violenta al paso de la hora, relámpagos y rayos adornaban un entorno siempre igual , cerrado y amenazante.  Entre el estallido de los truenos caían lentamente centellas que se deshacían con seco estampido.   El terreno se hacía muy desigual, lleno de grietas que me alejaban del brillo de la laguna , pleno de traiciones , y el agua se derrumbaba cada vez más espesa multiplicando su sonido al caer sobre todo lo que malamente existía.


¡ Pero yo era la Muerte y estaba en marcha !




A la 1:30 se abrió el cerro y a mis pies corría enfurecido el nacimiento del río Chingaza.  Al otro lado la planicie del páramo se perdía en lontananza, y en los momentos de oscuridad total algo parecía destellar allá muy adelante.  En mi imaginación creí escuchar ladridos.  No había más que hacer.  Hice un bulto con toda mi indumentaria que sostuve sobre la cabeza, lo cubrí con un trozo de plástico y paso a paso hundí mis piernas en el agua de hielo que restañó mi sangre y congeló mis venas.  Ya no era consciente de mis fuerzas.  Avancé desnudo contra el torrente y el agua poderosa subió hasta mi cintura arrastrándome y maltratándome como un muñeco hasta que derivando en diagonal me di cuenta que su nivel disminuía y a la par mi voluntad crecía.  El otro lado era solo barriales y hierbajos sueltos.  Bajo un frailejón más robusto me vestí en el amenazante viento paramero.  Toda la ropa estaba mojada. Escurrí las botas , estrujé las calcetas ,  y gélido pero decidido me puse en marcha, porque ahora sí estaba seguro de haber visto una luz amarillenta en la lejanía.  Dos perros enormes salieron al camino y no hacían caso de las evoluciones de mi machete , pero algo captaron en mi voz enronquecida y desafiante que les detenía en el asalto final.  Así me acerqué a lentamente a una casa de dos plantas.  Se encendió otro lámpara y un matrimonio anciano recién levantado del sueño, ahuyentó a las bestias y me dió la bienvenida con ojos que no pestañeaban.  Yo sabía que la finca, si así podía llamarse, pertenecía a Franco Rico.  Ahora forma parte  del Parque de Chingaza que se formó en 1990.   De ahí salía toda el agua para Bogotá y sigue abasteciéndola.   Expliqué que iba camino a San Juanito y solo quería dormir.  Me dieron un café y un trozo de pan.  Tuve que dormir , es un eufemismo , en el segundo piso, un depósito de sacos abierto a lado y lado en la dirección del viento.  Traté de esconderme tras los pocos sacos que encontré pero la brisa rápida, pesada, fría se colaba por todos los agujeros y mis piernas y brazos temblaban sin parar al hielo ambiental . Estaba frío mi corazón, mi cerebro congelado. Eran unos 5-10° bajo cero, la ropa húmeda y pegajosa.   Era imposible pestañear siquiera y aguardé sin quejarme que despuntaran los rayos del alba. El sufrimiento infinito de miles de agujas gélidas en cada trozo de mi piel no lo he vuelto a sentir, pero tampoco lo he vuelto a olvidar.   Buenos viejos , gentiles campesinos colombianos. Me dieron otró café y un gran pan , un buen trozo de queso que ellos preparaban y ¡maravilla! un par de huevos cocinados al rescoldo.   Y antes que el sol se
elevara me explicaron que debía ir hacia el Norte bordeando la laguna y después, haciendo un gran arco iniciar el ascenso a las montañas ríspidas y de aspecto poco saludables por un sendero, un único sendero que me llevaría después de un día entero de camino al mismo San Juanito, en el Meta.   Hacía más de un año que nadie iba por ese camino.  No tendría dónde comer , pero habría infinitas cascadas de agua prístina.   Me fuí agradecido y apuré tanto el paso que antes que el sol se decidiera a nacer, ya estaba ascendiendo por el filo de las alturas.  El territorio y mi ropa se comenzaban a secar después del infierno.  Allá abajo una bruma cubría la amplitud del páramo y rosadas nubes algodonosas se arremolinaban alrededor de las cumbres.   El sendero resultó ínfimo, para una sola persona, pero subía veloz y sobradamente sobre los 3.000 metros.   Discurría por los falderos montaraces alejándose del mundo conocido.  Solo frailejones aislados, imprevistas plantas de amarillas flores y hierbas bajas crecían en esas alturas.   La brisa soplaba quieta a esa hora de la mañana.  Los zopilotes volaban muy lejos sobre la planicie.   El infinito silencio había sucedido a la orquesta nocturna y un aroma límpido hecho de lejanísimos glaciares, de agostados y milenarios bosques ocultos en alguna parte del territorio,  del perfume de las pegmatitas acariciadas por el astro, me transportaba en el espacio como una pequeña mota que no alteraba el magnífico escenario. A ratos el sendero cruzaba al otro lado de los montes, se estrechaba hasta ser una solo una fila de pedrejones que pasaba bajo una cascada y me obligaba a caminar de perfil,  a ratos subía y subía, traspasaba el manto de nubes y allá arriba el sol me miraba de frente y recibía su aura seca y tibia.   Mi espíritu se dilataba como un gran pulmón navegando encima del nubaje.  A ratos estaba desprendido de la tierra áspera y parda, el sendero semidesaparecido en la neblina y todo era rayos que refulgían en las pequeñísimas partículas de agua con destellos de arcoiris.   Caminaba bajo las cascadas, entre las nubes y sobre ellas, y boquiabierto ante el espectáculo inaudito, maravillante y estremecido, aspiraba el aire del cielo azul lapislázuli, bebía con mis ojos los detalles lejanísimos del paisaje calmoso y presentía que nunca en mi vida podría repetir horas semejantes.  

Y estando en eso, un pedruzco suelto me hizo resbalar un par de metros y al retomar el camino mi vista se clavó en un punto y quedé quieto y alerta.   Una mano delicada sobresalía de una abertura entre el roquerío.   Miré alrededor.   La brisa seguía soplando queda.  El sol arrastraba las nubes.  El silencio me pareció más infinito.  Ominoso.